Conforme las crecientes temperaturas derriten la capa de hielo polar, cinco países se apresuran a delimitar sus territorios y crear una nueva frontera energética. La apuesta es enorme. Casi un cuarto del petróleo y gas mundiales aún no descubiertos podrían estar debajo del lecho marino de esta inmensa zona virgen.
La oficina de Artur Chilingarov, el barbado explorador polar y héroe designado de la Federación Rusa, se encuentra al final de un largo pasillo en la Duma, el parlamento ruso, donde es suplente del presidente de la cámara. La entrada está resguardada por el póster de un rompehielos nuclear, el Yamal, un monstruo de 150 metros que tiene pintadas dos hileras de dientes. Chilingarov está sentado en una silla de piel, lleva un traje oscuro con la estrella de héroe en oro adherida a su pecho y junto a él descansa un globo terráqueo de un metro de altura, casi completamente normal excepto porque lo sacaron de su eje y lo reorientaron de tal manera que ambos polos son visibles: la Tierra está volteada de lado.
Es invierno en Moscú, tres meses después de que Chilingarov plantó la bandera rusa en el relieve del lecho oceánico del Polo Norte, aparente acto de reclamo de tierra que provocó una disputa diplomática y una ráfaga de encabezados a escala mundial. Es un hombre ocupado, se ahorra las cortesías una vez que me siento. “Nos tomó siete días y siete noches llegar al Polo Norte –dice–. El hielo era denso. No fue una tarea fácil”. Cerca del Polo, las naves de Chilingarov hallaron una abertura en el hielo y se adentraron dos sumergibles, los Mir I y II. Chilingarov iba en el primero. Su meta, el verdadero Polo Norte, estaba 4 200 metros abajo.
“Estaba oscuro, muy oscuro –dice acerca del descenso–. Por supuesto que era arriesgado. Por supuesto que estábamos asustados”. Él y su compañero parlamentario Vladimir Gruzdev, un hombre de negocios que pagó medio millón de dólares por su camarote, se asomaban por las portillas. Después siguió el Mir II, que contaba con otro aventurero dispuesto a pagar, un hombre de negocios sueco, y un operador turístico australiano, Mike McDowell. El descenso tomaría casi tres horas, y otras tantas el regreso a la superficie. Mientras tanto, los témpanos de hielo estarían a la deriva. Si no encontraban la abertura, quedarían atrapados. “Lo deprimente –me dice Chilingarov– era saber que nadie vendría a rescatarnos”. Justo después del mediodía, el Mir I tocó la superficie plana de arcilla fina del lecho marino. El submarino reunió muestras del suelo oceánico y luego avanzó hacia el Polo, donde su brazo robótico plantó con firmeza una bandera rusa de titanio en el lodo.
“¿Por qué la pusimos? Bueno, cada vez que un país gana algo, pone su bandera”, dice. Hay banderas de muchos países en la superficie de hielo del Polo Norte, señala. En el Polo Sur hay banderas. También en la cima del Everest. “Los estadounidenses incluso pusieron una en la Luna”, dice Chilingarov. Saca una foto de la bandera de titanio y el brazo robótico, la firma dramáticamente con un marcador negro y me la da. “Este es uno de los más grandes logros geográficos del mundo –proclama–. Me siento orgulloso de que la bandera rusa esté ahí. Hay mucho espacio para las banderas de otras naciones”.
Chilingarov menciona que la expedición, que muchos consideran un acto oficial del Kremlin, se hizo con financiamiento privado; Putin, lejos de mandarlo al Polo, le advirtió desde un inicio que la inmersión era demasiado peligrosa. Patriota y político, consciente de que su hazaña lo convirtió en un héroe nacional, Chilingarov le resta importancia a los detalles poco conocidos: que la idea no se originó con él sino con tres extranjeros en 1997, que él se unió al equipo menos de un año antes de la inmersión de 2007 y que las muestras recolectadas del lecho marino eran superfluas, de dudosa utilidad para la ciencia.
El regreso de los sumergibles fue desgarrador –siguiendo al Mir I en su ascenso desde el fondo, el Mir II debió buscar la abertura en el hielo por una hora y media antes de encontrarla–, pero el drama de la inmersión pronto quedó ahogado por la supuesta cuestión política del asunto. Más de 40 periodistas esperaban a bordo de las naves en la superficie, y no tardaron en enviar sus reportes: “¡Rusia reclama el Polo Norte!”. De buena gana Chilingarov avivó el fuego nacionalista. “El Ártico –dijo en conferencia de prensa– siempre ha sido ruso”.
La inmersión no tardó en convertirse en algo que apenas había sido: un acto de expansionismo, no de exploración –más de geopolítica que de turismo glorificado–. El triunfo de Chilingarov fue denunciado por Canadá, condenado por los daneses, despreciado por el Departamento de Estado de Estados Unidos. De la noche a la mañana, él se convirtió en el rostro barbado de la encarnizada carrera por el territorio polar. Así que es comprensible pensar que esta historia –la verdadera historia de la carrera por el Ártico– se trata de Chilingarov. Pero no es así.
Esta historia se trata del cambiante Ártico, pero no sólo de la manera esperada. Los cambios más importantes para su futuro podrían ser aquellos de hace millones de años, de los tiempos entre el Triásico y principios de la Era Terciaria, cuando las principales cuencas en el Ártico apenas se estaban formando. Los fragmentos del supercontinente Pangea se separaban, y los gases de efecto invernadero calentaban por momentos la Tierra a temperaturas mucho más altas que las de hoy. Uno podría decir que algunas partes del Ártico eran, en un tiempo, casi tropicales. Hasta cierto punto, porque las temperaturas en el resto del globo eran más altas, pero sobre todo porque algunas partes del Ártico no siempre estuvieron ahí: unas se desplazaron hacia el norte, a lo largo del tiempo geológico, desde latitudes más cálidas. La creación de depósitos de petróleo y gas requiere la mezcla adecuada de material orgánico, calor, rocas, presión y paso del tiempo.
Ahora el suelo del Océano Ártico parece rico en petróleo –hogar, según algunas estimaciones, de casi un cuarto de las reservas del mundo aún no descubiertas–. El hielo se está derritiendo de manera drástica, lo que abre el mar a las embarcaciones y el lecho marino a la exploración mineral. Y los cinco países que colindan –Canadá, Dinamarca (que gobierna Groenlandia), Noruega, Rusia y Estados Unidos– tienen los ojos puestos en ese lecho marino y esperan reclamar su pedazo.
Un sombrío jueves, exactamente dos semanas después de que Chilingarov instaló la bandera, el oceanógrafo al mando de los esfuerzos en el Ártico por parte de Estados Unidos está sentado en un restaurante mexicano en Barrow, Alaska, la ciudad más septentrional de América. Es un lugar extraño para comer totopos y salsa, y un momento extraño para ser Larry Mayer, un profesor de la Universidad de New Hampshire, uno de los pocos expertos en el mundo en cuanto a lo que se necesita para reclamar el suelo oceánico. Su labor era poco conocida hasta hace poco, ahora, gracias a Chilingarov, los periodistas lo llaman a diario y los gobiernos extranjeros lo observan. Reunidos en el restaurante se encuentran otras 21 personas –18 científicos, 2 empleados del Departamento de Estado y yo– y mañana comenzaremos una inspección de un mes de lo que un día podría convertirse en el Ártico estadounidense. El Healy, de tres años y el más nuevo de los rompehielos polares de la Guardia Costera de Estados Unidos, está en la costa; seremos trasladados hasta él de tres en tres a bordo de un helicóptero rentado. Antes de partir, Mayer tiene una petición que da cuenta de lo diferente que son las cosas este año: “Nada de fotos de la bandera estadounidense, –dice. Todos ríen–. No, en serio . Si se cuela una imagen en la prensa, estaremos en graves problemas”.
Debido a todos los rumores de conflicto en el Ártico, existe un amplio acuerdo entre las naciones del norte, incluida Rusia, sobre cómo reclamar un pedazo: se debe trazar un mapa. Estos son importantes porque la forma y la geología del relieve oceánico también lo son, gracias a un artículo de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1994, un libro de reglas del juego para la repartición ratificado por 156 países (debido al obstruccionismo de algunos senadores que no confían en las Naciones Unidas, Estados Unidos aún no se encuentra entre ellos, pero se comporta como si lo estuviera). De acuerdo con el tratado, si una nación quiere aumentar sus fronteras marítimas más allá de las 200 millas náuticas habituales, debe probar que el fondo del océano es continental originalmente –que forma parte de la misma masa terrestre pero se encuentra bajo el agua–. Las preguntas políticas pueden tener respuestas científicas.
Desde 2003, las misiones encargadas a Mayer por el Departamento de Estado han consistido en trazar el mapa alrededor de la Meseta de Chukchi, cordillera submarina que se extiende cerca de 1 000 kilómetros al norte de Barrow. Su trabajo, dice, consiste simplemente en descubrir qué hay debajo del océano menos explorado del mundo, y que los políticos se peleen por lo que tales descubrimientos significan. El cliché del oceanógrafo es que sabemos más sobre la superficie de la Luna que sobre el relieve oceánico, lo que resulta especialmente cierto en el caso del Ártico. El primer mapa digital del Océano Ártico completo se hizo público hasta 2000, y la cobertura de su parte central aún está incompleta. Para conocer realmente la forma del lecho marino, los científicos deben medir la profundidad del océano en varios puntos. Hasta hace poco, estos datos de alta resolución, conocidos como batimetría, sólo provenían de las rutas de submarinos de la era de la Guerra Fría: trazos a lápiz del territorio polar, a menudo peligrosamente imprecisos. Para Mayer, los espacios en blanco de los mapas son una obsesión. Si el nacionalismo es lo que lo motiva, más que el puro amor al descubrimiento, lo esconde muy bien.
Por cuatro días y 650 kilómetros, sobre aguas tranquilas en su mayoría libres de hielo, el Healy se desplaza hacia el norte desde Barrow, cerca de los 80º de latitud. La nave tiene 390 metros cuadrados y es tan estable como la tierra firme, invadida por el zumbido grave de sus agitados motores. Comparto un camarote privado con Jimmy Jones Olemaun, un nativo de Barrow de 26 años y el observador inupiat a bordo (para asegurarse de que no dañemos a los mamíferos). Pasa gran parte de su tiempo en el puente de mando escudriñando el mar con sus binoculares, o en la sala de descanso de los científicos revisando su cuenta de MySpace. Cada vez que me voy del cuarto, baja el termostato.
La mayoría de los investigadores tiene turnos de ocho horas en el laboratorio, pero Mayer trabaja de las 9 pm a las 9 am –y parece estar ahí también de día–. Es un workaholic, famoso por comer de pie. Hijo de un técnico de equipos de aire acondicionado, Mayer era el encargado del equipo audiovisual en la primaria, obtuvo su licencia de buzo en la preparatoria y fue finalista para convertirse en astronauta de la NASA después de graduarse de la universidad. Ha pasado en el mar los últimos cinco de sus 30 años. Entrada la noche pone música celta y tamborilea con sus mocasines, mientras sobrevuela con emoción los mapas en tercera dimensión del lecho marino, al estilo de Google Earth, en un programa de computadora que ayudó a crear. A veces duerme una siesta en el piso, en vez de regresar a su camarote.
El centro de la actividad de mapeo, normalmente atendido por un científico júnior, es un muro improvisado de 11 pantallas –dos laptops, ocho monitores de PC y un televisor de circuito cerrado– que muestran todo, desde la velocidad del viento hasta la salinidad del océano y el grosor de los sedimentos. En el monitor más importante se ven nerviosas líneas verdes expandiéndose, contrayéndose y cambiando de forma: señales acústicas, u ondas, del sonar de haces múltiples instalado en el casco del barco. Mayer determina los contornos del lecho marino por el tiempo que les toma rebotar. Los multihaz cubren una franja de 110 º de suelo oceánico: unas 60 000 señales acústicas por hora, tantas como había disponibles para todo el Ártico antes de que los esfuerzos de Mayer se iniciaran. Actualmente estamos trazando la orilla de la Meseta de Chukchi, donde la plataforma continental se une a la llanura de lo más profundo del océano –el “pie del talud”, detalle clave para los reclamos del Derecho del Mar–. En 2003, el multihaz le ayudó a Mayer a trazar el mapa de una montaña submarina desconocida de 3 050 metros, que bautizó como Healy Seamount.
Mientras que Mayer se concentra en la batimetría, otros países árticos reúnen primero información sísmica, utilizando pistolas de aire o explosivos para enviar ondas expansivas que penetren el relieve oceánico y revelen su estructura. Canadá y Dinamarca han gastado millones en la construcción de un caso geológico que demuestre que la Cordillera Lomonosov –la dorsal submarina que divide en dos el Océano Ártico y que sirvió para que Rusia reclamara parte del Polo Norte en 2001– en realidad está conectada a su lado del Ártico. Debido a que el reclamo de Estados Unidos dependerá de rasgos que parecen no extenderse más allá del paralelo 86, no tiene posibilidades reales en el Polo, y Noruega tampoco. En Rusia, en una deslucida oficina en una callejuela de San Petersburgo –instalaciones mucho menos grandiosas que las de Chilingarov en la Duma–, el geólogo a cargo de los discretos esfuerzos de mapeo de ese país me mostró una foto del trabajo sísmico en esta parte del Lomonosov: unos hombres empujando un terrorífico saco, del tamaño de un carrito de golf, lleno de dinamita dentro de una apertura en el hielo. En el cumplimiento de su deber, Chilingarov casi fue atacado por una osa polar y sus dos oseznos.
Mayer tiene sus propios obstáculos: el sonar no funciona bien en el hielo, y en un año normal el Healy debe avanzar a tres o cuatro nudos para conseguir algo de información. El misterio que prevalece durante nuestra primera semana es la ubicación de la capa de hielo. Nuestro científico residente especialista en el tema, el puertorriqueño Pablo Clemente Colón, sigue prometiendo que estamos a punto de topar con ella. En cambio, sólo golpeamos pedazos perdidos de hielo de apenas un año, o nada en absoluto.
Ya en los años setenta y ochenta, Siberia y Alaska tuvieron auges petroleros paralelos, pero en su mayoría en tierra. Cada vez más, los perforadores buscan debajo del agua y, cada vez más, un poblado noruego antes pesquero, Hammerfest, es símbolo de lo que puede venir. Cuando visité Hammerfest, hogar de las instalaciones de gas natural licuado más nuevas y más al norte del mundo, Snøhvit, esperaba ver el inicio de la producción, pero es un falso inicio, uno de muchos. El campo de gas se encuentra en el Mar de Barents, 240 metros bajo el agua, conectado por 145 kilómetros de ductos a una planta ultramoderna. La planta, en una isla cubierta de pasto que colinda con el hermoso poblado de 9 400 personas, es el mayor proyecto industrial del norte de Noruega que se haya hecho nunca.
Por ahora, StatoilHydro, el operador, pasará gas por los ductos, lo procesará y lo exportará en buques tanque, una mitad a Cove Point, Maryland, y otra a Bilbao, España. Pero el bióxido de carbono, separado del gas natural, no tardará en viajar en dirección contraria por los ductos: StatoilHydro lo inyectará al lecho marino para combatir el calentamiento global. Snøhvit promete ser uno de los proyectos petroleros más limpios del mundo. Sin embargo, durante una prueba que se realizó, el viento dispersó las cenizas de los quemadores de Snøhvit –las chimeneas que queman el exceso de gas– que ennegrecieron los coches y las casas. StatoilHydro trajo doctores para que hicieran pruebas a ver si hallaban carcinógenos y repartieron cheques para las indemnizaciones, lo que molestó a los residentes.
Que sólo haya encontrado a un político local que se opone a la planta es una muestra del atractivo de la riqueza del petróleo. Se trata de un miembro de 19 años del Partido Revolucionario Socialista. Snøhvit le paga a Hammerfest 22 millones al año en impuestos sobre la propiedad. La ciudad está inundada de nuevos proyectos: escuelas renovadas, un aeropuerto más grande, un estadio deportivo, un centro cultural de paredes de vidrio y completamente digital. En las calles cubiertas por la nieve hay carriolas por todas partes. Es fácil olvidar que hace poco Hammerfest era una ciudad agonizante, con población a la baja y el sitio más violento de Noruega.
Que el futuro del Ártico sea como Hammerfest –plantas de petróleo salpicando la costa, una economía sustentada en combustibles fósiles y una placa de hielo destruida a causa de eso– depende de la capacidad que tenga el mundo para la ironía, pero quizá más de la cantidad de petróleo que haya en realidad. En julio de 2008, el Servicio Geológico de Estados Unidos publicó su “Circum-Arctic Resource Appraisal”. Esta estimaba que 13 % del petróleo sin descubrir en el mundo, o 90 000 millones de barriles, y 30 % del gas natural no descubierto, o 47 000 millones de metros cúbicos, podrían esconderse aquí. Pero dada la naturaleza inexplorada del Ártico, el reporte es por definición un estudio de escritorio: basado en analogías y conjeturas geológicas. Hace poco uso de los trabajos recientes sobre propiedad sísmica recopilados por las compañías petroleras y se centra en información vieja que está disponible al público.
Otros reportes son menos optimistas y sugieren que el Ártico tiene bastante gas pero mucho menos petróleo. En cualquier caso, la mayoría de este último parece cercano a la costa: no es sujeto de los reclamos de la plataforma continental debido a que se encuentra dentro de las 200 millas náuticas que ya pertenecen a las naciones. Es posible que la carrera por el Ártico tenga que ver con el petróleo, pero en todo caso se trata del que los gobiernos esperan encontrar y no del que saben que hay.
Los expertos mejor equipados para evaluar las prospecciones del Ártico son las compañías petroleras, y unas cuantas semanas después de mi visita a Snøhvit presencié su tácito voto de confianza: se libra una guerra de ofertas para instalar parcelas de exploración cerca de la costa en el Mar de Chukchi. Las 488 parcelas se subastan en la biblioteca pública de Anchorage, Alaska, ante las protestas de los ambientalistas, quienes exigen que se incluya al oso polar entre las especies en peligro de extinción antes de vender su hábitat. Van por un récord de 2 660 millones de dólares, 43 veces lo que esperaba el gobierno.
Existe otra idea equivocada con respecto a la carrera por el Ártico: que es necesariamente una competencia entre naciones; que para que Estados Unidos gane, Rusia debe perder. Pero el mercado del petróleo está globalizado, al igual que la búsqueda y las corporaciones. Sí importa en dónde tracemos la línea –eso determinará quién pone las reglas medioambientales y quién se lleva las regalías–, pero importa mucho menos que el hecho de que las líneas están siendo trazadas. Salvo que los países árticos se pongan de acuerdo, y exista certeza legal, las compañías no comprarán permisos para la explotación mineral, porque no estará claro quién puede venderlos. Y el Ártico seguirá siendo tierra virgen.
A las dos semanas de viaje del Healy, un sábado de niebla y frío, nos enteramos de que hemos roto un récord. “Está confirmado –dice desde su computadora el científico especialista en hielo Clemente Colón–. Sucedió hace unos cuantos días”. La capa de hielo se encogió a su mínima extensión en la historia moderna. La nave está ahora a 77º al norte, luego de virar hacia el sur desde un punto más allá de los 81º, entrando y saliendo de la placa de hielo, y está escaneando la Meseta de Chukchi. Clemente Colón ha encontrado ocasionalmente pedazos de hielo de varios años, lo suficientemente grandes como para soportar una boya de rastreo –cuando sale a colocar la primera, saca descaradamente una pequeña bandera puertorriqueña–, pero la mayoría del hielo aquí está fragmentado, no es una masa sólida sino una serie de témpanos, como un cinturón de asteroides. El Healy los atraviesa. Sale el sol, y los marineros golpean las raciones de supervivencia ya expiradas con un palo de golf. Planean un asado. Una extraña sensación, la de ser testigos de un momento histórico, se apodera de la tripulación científica.
En el laboratorio, la información entra sin obstrucciones. Subimos la velocidad a 10 nudos, luego a 13, y después a 15. Arriba, en el puente, mi compañero de camarote lleva la cuenta de las focas y los osos polares. “El año pasado veíamos 50 focas por semana –dice Olemaun–. Ahora tenemos suerte si vemos una por día”. Ve una: “Mira esa pobre foca”. Después reconsidera: “Imagínate si trajera mi arpón”.
Obtenemos reportes de que el Paso del Noroeste –la tan buscada ruta naval que cruza la cima de Norteamérica, la elusiva meta de los exploradores John Ross, William Edward Parry, John Franklin– está libre de hielo por segundo año consecutivo. Nos enteramos de que el Servicio Geológico de Estados Unidos sacó a la luz un estudio sobre los osos polares: si el derretimiento continúa, la población mundial –estimada en 22 000 osos– se reducirá en dos tercios para 2050.
Para cuando el Healy inicia el retorno, el 10 de septiembre, la capa de hielo tiene la forma de un riñón, de apenas 1 300 kilómetros de largo. Olemaun hace su recuento: 17 osos polares, 10 focas barbadas, 9 focas anilladas, 12 focas de especies no identificadas, 2 morsas. Escuchamos que están apareciendo decenas de morsas en las playas de Barrow: la orilla del hielo, su hogar habitual, está demasiado lejos. Los lugareños están afligidos, pero de todas maneras las están cazando.
Es un mal verano para el hielo. Es un mal verano para las morsas y los osos polares. Pero es un buen verano para el mapeo. Antes de llegar a Barrow, el multihaz revela marcas en el lecho marino de 400 a 500 metros de profundidad, posiblemente rastros de una antigua capa de hielo. Mayer corre su programa de mapeo, aturdido, girando la imagen con las marcas, flotando sobre ellas, casi rozando el fondo del mar a la máxima velocidad virtual, estremecido por el mundo que acaba de revelar. Pronto el Healy habrá trazado 10 000 kilómetros del relieve oceánico en un mes, tres veces más de lo que Mayer esperaba. Un comunicado de prensa de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos anunciará los resultados: nuestros datos sugieren que la plataforma continental se extiende poco más de otros 160 kilómetros hacia el norte, más de lo que antes se creía. Estados Unidos es más grande de lo que pensábamos. Falta ver si también es más rico.
El último oso que vemos es una sorpresa. Son las 2 am, a casi 81 ° de latitud norte, y estamos en un océano completamente abierto, a docenas de kilómetros de la placa de hielo. Clemente Colón ha decidido colocar su última boya en el agua –quiere probar si puede transmitir cuando no hay hielo– y casi toda la tripulación está despierta para ver. De entre la niebla, surge un pedazo de hielo de tres metros de ancho: un destello de blanco, visible quizá por 15 segundos. En él va un oso polar a la deriva, hacia donde el océano lo quiera llevar.
Fuente: http://ngenespanol.com/2009/05/01/el-artico-en-conflicto-articulos/