Descubierto por pastores de renos y entregado a científicos, el viejo cadáver comenzó a descongelarse durante un examen dentro del Museo Shemanovsky de Salejard, Siberia. Kirill Serotetto (izq.) y Bernard Buigues, miembros del equipo de recuperación, lo llevan al exterior para volver a congelarlo.
La pérdida de una madre
La manada de mamuts se acerca al torrente del río. Una cría camina cerca de las enormes patas de su madre, peinando de vez en cuando su largo y lustroso pelo con su trompa. El cielo es azul intenso y un viento seco silba entre los pastizales, que se hinchan como marejadas en una estepa de 18 000 kilómetros de anchura que abarca el arco septentrional del mundo de la Era Glaciar. El largo invierno ha terminado; llenan el aire el canto de las aves y la fragancia de limo húmedo.
Quizá el calor del sol vuelve a la madre descuidada y por un momento pierde la noción de dónde está su cría. Esta se dirige hacia el agua. Tropieza en la resbalosa ribera y se desliza dentro de una suspensión de arcilla, arena y nieve recién derretida. Lucha por liberarse, pero cada movimiento la lleva más al fondo. El fango le llega a la boca, a la trompa, a los ojos; desorientada, intenta jalar una bocanada de aire, pero en su lugar recibe una de cieno. Tosiendo, atragantándose, presa de una oleada de pánico, emite un terrible chillido que hace correr a su madre. Inhala con fuerza y absorbe el lodo hacia lo profundo de su tráquea, lo que sella sus pulmones.
Cuando su madre llega a la ribera, la cría está parcialmente sumergida en el lodo helado, agitándose débilmente y cayendo rápidamente en choque.
La madre barrita y se arremolina en la suave ribera, atrayendo al resto de la manada. Conforme observan, la cría se hunde bajo la superficie.
Cae la noche. La manada avanza, pero la madre se queda. La luz de una luna amarillenta proyecta su sombra jorobada sobre el lodo brillante. La luna se pone y las estrellas resplandecen en el gélido firmamento. Justo antes del amanecer, echa un último vistazo al lugar donde la tierra se tragó a su cría, se da la vuelta y sigue a la manada rumbo al norte, hacia los pastizales de verano.
Descubrimiento
Una mañana de mayo de 2007, en la Península de Yamal en la región noroccidental de Siberia, el pastor de renos del grupo nenet llamado Yuri Khudi, se hallaba en un banco de arena en el río Yuribey con tres de sus hijos, en concilio sobre un cadáver diminuto. Aunque nunca habían visto un animal así, lo conocían bien por los relatos que cantaba su pueblo durante las oscuras noches invernales en las chozas públicas. Este era un mamut bebé, la bestia que, a decir de los nenets, vaga por la helada oscuridad del inframundo, pastoreada por dioses infernales, así como los nenets pastorean sus renos por la tundra. Khudi había visto varias de las defensas (en el argot científico en español llaman defensas a lo que comúnmente se conoce como colmillos, por ser dientes incisivos y no caninos, por lo que así se utilizará en este texto. N. de la T.) de mamut, con forma de tirabuzón y tan gruesos como ramas de árbol, que su gente hallaba cada verano. Pero nunca había visto un animal entero, menos aún uno tan sorprendentemente bien conservado. Aparte de faltarle pelo y algunas pezuñas, se encontraba del todo intacto.
Khudi estaba inquieto. Sentía que era un descubrimiento importante, uno del que los demás deberían enterarse. Pero se negó a tocar el animal porque los nenets creen que los mamuts son presagios peligrosos. Incluso algunos nenets dicen que las personas que hallan un mamut están señaladas para una muerte prematura.
Khudi prometió aplacar las fuerzas infernales con el sacrificio de una cría de reno y una libación de vodka. Pero primero viajó 240 kilómetros hacia el sur, a la pequeña ciudad de Yar Sale, para consultar a un viejo amigo llamado Kirill Serotetto, más familiarizado con los usos del mundo exterior. Serotetto escuchó el relato de su amigo, luego lo apuró para que se reuniera con el director del museo local, quien persuadió a las autoridades de la localidad para que llevaran a Khudi y Serotetto en helicóptero al río Yuribey.
Cuando llegaron al banco de arena, sin embargo, el mamut había desaparecido.
Tierra de gigantes
Los mamuts son un grupo de elefantes extintos del género Mammuthus, cuyos ancestros emigraron de África hace unos 3.5 millones de años y se esparcieron por Eurasia, adaptándose a una variedad de ambientes de bosque, sabana y estepa. El más famoso de estos proboscidios es el mamut lanudo (Mammuthus primigenius), primo cercano de los elefantes actuales y de aproximadamente el mismo tamaño.
Apareció a mediados del Pleistoceno, hace más de 400 000 años, probablemente en Siberia nororiental. El mamut lanudo estaba muy bien adaptado al frío, con una densa capa interior, pelos de guardia de hasta 90 centímetros de largo y orejas pequeñas y peludas. Las inmensas defensas curvas, utilizadas principalmente para combatir, tal vez también hayan sido útiles para buscar alimento bajo la nieve. Como los mamuts al morir solían quedar enterrados en sedimentos congelados, muchos de los restos han sobrevivido hasta la época actual, en especial en vastas zonas de permafrost de Siberia.
De hecho, los relatos sobre el inframundo de los nenets son ciertos: el subsuelo siberiano está repleto de mamuts lanudos. Durante el deshielo de cada verano, cientos de defensas, otros dientes y huesos aparecen en las riberas de los ríos y lagos y a lo largo del litoral, liberados por la erosión del suelo congelado donde han yacido durante decenas de miles de años. A partir de que el botánico Mikhail Ivanovich Adams recuperó en 1806 el primer cuerpo de mamut lanudo en Siberia, se ha hallado cerca de una docena de especímenes de tejido blando, incluso varias crías cuyas edades oscilan entre recién nacidos hasta un año. Sin embargo, ningún cuerpo, sin importar su edad, estaba tan completo como la criatura que Yuri Khudi había hallado –y perdido en ese momento– en el río Yuribey.
En la era de los mamuts, el paisaje de la mayor parte de esa zona tenía un aspecto muy distinto al de los áridos brezales y la cenagosa tundra que hoy rodean el río. El aire era más seco, la cubierta nubosa era limitada y los fuertes vientos azotaban los cielos de un azul eléctrico. En lugar de la tundra crecía una vasta y árida pradera que el paleobiólogo R. Dale Guthrie ha llamado la estepa del mamut, que se extiende desde Irlanda hasta Kamchatka, cruzando el Puente de Beringia hacia Alaska, Yukón y gran parte de América del Norte. Los pastizales, hierbas de hojas anchas y arbustos bajos de la estepa suministraron alimento nutritivo para, además de los mamuts, otra megafauna mamífera exuberantemente peluda: rinocerontes lanudos, enormes bisontes de cuernos largos y castores del tamaño de osos, así como los aterradores carnívoros que los cazaban: tigres dientes de sable, osos gigantes de hocico corto y hienas de las cavernas.
Más tarde, entre 14 000 y 10 000 años antes de esta era, los mamuts desaparecieron de la mayor parte de su zona, junto con casi todos las otras especies de mamíferos grandes del Hemisferio Norte, hasta 70 % de ellas en algunas regiones. Estas extinciones fueron tan amplias que los científicos han evocado una serie de sucesos cataclísmicos para explicarlas: el impacto de un meteorito, una gran enfermedad virulenta transmitida entre especies e incendios y sequías mortales. Sin embargo, dado que las extinciones coincidieron con el fin de la glaciación más reciente, muchos investigadores creen que la causa principal de la gran desaparición fue el marcado aumento en la temperatura, que alteró dramáticamente la vegetación. Una reciente simulación por computadora de los cambios en el paisaje durante el Pleistoceno superior sugiere que desapareció 90 % del antiguo hábitat del mamut.
Las extinciones también coincidieron con la llegada de otra fuerza que alteró el ecosistema. Los seres humanos modernos surgieron en África hace unos 195 000 años y se propagaron hacia el norte de Eurasia hace alrededor de 40 000 años. Con el paso del tiempo, la expansión de sus poblaciones llevó aparejada una presión creciente para sus presas. Además de explotar a los mamuts como alimento (un macho grande sacrificado en el otoño sustentaría a una banda de hambrientos cazadores durante muchos días de escasez invernal) utilizaban sus huesos y marfil para fabricar armas, instrumentos, figuritas e incluso moradas. Algunos científicos consideran que estos cazadores humanos, que utilizaban letales lanzas con puntas de piedra, tuvieron tanta culpa de la gran extinción como el cambio climático. Algunos otros dicen que la causaron. El debate sobre la extinción de la megafauna es uno de los más vivos en la paleontología actual, y no es probable que se resuelva mediante un espécimen único, sin importar cuán completo esté. Sin embargo, Khudi tenía razón: el ahora extraviado bebé (su carne, sus órganos internos, sus defensas de leche y demás dientes, sus huesos, el contenido de su estómago, todos intactos) sería de enorme interés para el mundo exterior.
También sospechaba que una persona dispuesta a encargarse de algo así probablemente obtendría una buena ganancia: los comerciantes de marfil visitaban con regularidad la región para comprar defensas de mamut, y quién sabe cuánto pagarían por un mamut intacto. Las sospechas de Khudi pronto recayeron en uno de sus propios primos, a quien algunos nenets lugareños habían visto en el banco de arena y, más tarde, alejarse en su trineo tirado por renos con dirección a la ciudad de Novy Port.
Khudi y Serotetto salieron en su persecución en una motonieve. Al llegar, encontraron a la pequeña mamut apoyada contra la pared de un almacén. Las personas tomaban fotos con sus teléfonos celulares. El propietario del almacén había comprado el cuerpo al primo de Khudi por dos motonieves y comida para un año. Aunque ya no estaba tan perfecto (unos perros callejeros le habían roído parte de la cola y la oreja derecha), con ayuda de algunos policías de la localidad, Khudi y Serotetto pudieron reclamar a la cría. El cuerpo fue envuelto y enviado en helicóptero para su resguardo al Museo Shemanovsky de Salejard, la capital regional.
“Por fortuna hubo un final feliz –dice Alexei Tikhonov, director del Museo Zoológico de San Petersburgo y uno de los primeros científicos en observar a la cría–. Yuri Khudi rescató el mamut mejor conservado que nos llega de la época glaciar”.
Los agradecidos funcionarios la nombraron Lyuba, en honor a la esposa de Khudi.
Pistas en un diente
Tikhonov sabía que nadie estaría más emocionado por el hallazgo que Dan Fisher, un colega estadounidense de la Universidad de Michigan. Fisher es un paleontólogo que ha dedicado gran parte de los últimos 30 años a entender la vida de los mamuts y mastodontes del Pleistoceno, combinando estudios de fósiles con investigación experimental muy práctica. Intrigado por saber cómo los cazadores paleolíticos lograron almacenar carne de mamut sin que se echara a perder, Fisher tasajeó un caballo de tiro utilizando algunos instrumentos que él mismo cinceló, luego guardó la carne en un bebedero. Conservada naturalmente en el agua por microbios llamados lactobacilos, la carne emitía un olor ligeramente ácido, agridulce, que disuadía a los carroñeros, incluso cuando flotaba hacia la superficie. Para probar si era agradable al paladar, Fisher cortó y comió filetes de la carne cada dos semanas desde febrero hasta bien entrado el verano, demostrando así que los cazadores de mamuts pudieron haber almacenado sus presas de la misma manera.
Tikhonov invitó a Fisher a Salejard en julio de 2007, junto con Bernard Buigues, cazador francés de mamuts que contribuyó al estudio científico de varios descubrimientos anteriores de mamuts. Tanto Fisher como Buigues habían examinado otros especímenes, incluso crías; no obstante, se hallaban en condiciones relativamente malas y sólo fue posible realizar un pobre trabajo práctico. Lyuba fue otra historia.
“Cuando la vi –afirma Fisher–, lo primero que pensé fue: ‘¡Oh, Dios mío, está perfecta! ¡Incluso tiene sus pestañas!’. Parecía que recién se había dormido. De pronto, lo que había luchado por ver durante tanto tiempo yacía justo frente a mí para tocarlo”. Además de faltarle el pelo y algunas pezuñas, y del daño que sufrió después de ser descubierta, la única imperfección en su aspecto inmaculado era una marca curiosa en su rostro, justo arriba de la trompa. Pero su aspecto general y la saludable joroba detrás del cuello sugerían que la cría había estado en excelentes condiciones al morir. Un examen más profundo de su dentadura, órganos internos, contenido del estómago y otras características prometía revelar abundante información nueva sobre la biología y forma de vida de un mamut normal.
Fisher estaba especialmente emocionado por una parte concreta de la anatomía de Lyuba: sus defensas de leche. Las defensas son incisivos modificados que crecen continuamente en capas de depósitos a lo largo de la vida de un animal. Durante 30 años de estudiar defensas de mamut, Fisher había descifrado que estos depósitos se acumulaban cada año, semanalmente e incluso con incrementos diarios y que, como los anillos de un árbol, contenían un registro pormenorizado de la historia de vida del animal. Las capas gruesas representaban el rico ramoneo estival, mientras que las delgadas indicaban un ramoneo invernal escaso. En las capas ubicadas en la raíz de la defensa, las últimas en formarse, Fisher halló pistas de cómo había muerto un mamut: una mengua lenta causada por lesión, enfermedad o tensión ambiental, o el rompimiento marcado de la muerte súbita. También descubrió que los niveles de determinados elementos químicos e isótopos presentes en las defensas brindaban datos acerca de la dieta del animal, así como del clima, incluso cambios importantes en la ubicación, como alguna migración.
A lo largo de su carrera, Fisher ha tomado cientos de muestras de defensas y está convencido de que sugieren una respuesta a la irritante pregunta sobre la gran extinción del Pleistoceno superior. Por lo menos en la región de los Grandes Lagos de América del Norte, donde se desenterró el grueso de sus muestras, las defensas de mamuts y mastodontes muestran que estos animales seguían prosperando, pese al cambio climático del Pleistoceno superior. Para Fisher, sin embargo, las defensas solían tener reveladores indicios de caza humana. Había realizado una labor limitada en Siberia, pero sus mediciones de defensas de la Isla Wrangel, frente a la costa nororiental de Siberia, donde se extinguieron los últimos mamuts hace 3 900 años, sugieren conclusiones similares.
Un problema con la interpretación de las defensas de mamut era que casi nunca aparecían unidas al animal, dificultándole a Fisher comprobar sus inferencias acerca de la salud y la edad. El magnífico estado de conservación de Lyuba prometía cambiar eso. Al ofrecer pruebas directas de su alimentación y estado de salud, el contenido estomacal e intestinal, así como la cantidad de grasa en su cuerpo, podrían brindar una corroboración independiente del breve “diario” de alimentación registrado en sus defensas de leche aún sin salir. “En este caso no necesitamos una máquina del tiempo para ver cuán exacto es nuestro trabajo –señala Fisher–. Más aún, dado que las defensas de leche crecen desde la gestación hasta alrededor del alumbramiento, Lyuba podría arrojar una nueva luz sobre un periodo crucial en la vida de un mamut: el tiempo en el vientre materno (calculado en 22 meses, con base en el tiempo de gestación de un elefante), seguido del nacimiento. El momento del nacimiento, un suceso traumático para cualquier mamífero, se registra en una microestructura dental por medio de una línea neonatal clara. Al comparar el desarrollo de sus defensas de leche con el de los elefantes, los científicos calcularon que su edad al morir era de cuatro meses. Contar los incrementos en el marfil acumulado después de la línea neonatal brindaría una edad mucho más exacta.
Para comenzar el análisis, se enviaron muestras de tejido de Lyuba a los Países Bajos, donde pruebas de datación por carbono 14 revelaron que había muerto hacía unos 40 000 años. No obstante, para que los científicos investigaran más a fondo, ella misma tendría que viajar. En diciembre de 2007, Buigues dispuso que el espécimen fuera transportado a Japón en un recipiente refrigerado para que Naoki Suzuki, de la Facultad de Medicina de la Universidad Jikei, le realizara una tomografía computarizada. La prueba confirmó que su esqueleto, dientes y tejidos blandos estaban indemnes, y sus órganos internos parecían en gran medida intactos. Los extremos de su trompa y su garganta, boca y tráquea estaban llenos de sedimento denso, lo cual sugirió a Fisher que había muerto por asfixia. La tomografía también reveló manchas opacas extrañas en los rayos X de sus tejidos blandos y una distorsión de ciertos huesos. Estas anomalías presentaban otro acertijo: después de 40 milenios en el suelo (y quién sabe cuánto tiempo expuesta en la superficie), ¿por qué estaba tan bien conservada?
En mayo de 2008, la notable condición de Lyuba era aún más desconcertante, cuando Fisher y Buigues visitaron el río Yuribey. Justo arriba del banco de arena donde había sido hallada se erguía un alto risco escarpado, que el río debilitaba continuamente. Bloques de permafrost, algunos tan grandes como casas, se inclinaban sobre el borde del risco. Quizá Lyuba había sido congelada en un bloque que había caído al agua durante el deshielo anterior y llegó hasta el banco de arena cuando el río había subido brevemente hasta ese nivel, hinchado por el deshielo. Había un solo problema: los hijos de Yuri Khudi la habían encontrado allí en mayo de 2007, antes del deshielo primaveral. A menos que hubiera ascendido desde el inframundo y caminado hacia el banco por su propio pie, la única explicación era que se había desprendido del permafrost y había llegado a descansar ahí casi un año antes de ser descubierta, durante el deshielo de junio de 2006. Para Fisher, de pie en el lugar dos años más tarde, no tenía sentido.
“Debió yacer en esta ribera todo ese tiempo –le dijo a Buigues–, incluso todo un verano expuesta al sol. ¿Por qué no se descompuso ni fue atacada por carroñeros?”.
Fisher y Buigues habían hecho lo posible para entender las circunstancias de la muerte de la cría y su misteriosa conservación. Más respuestas tendrían que venir de Lyuba misma.
Autopsia
El 4 de junio de 2008, en un laboratorio de genética de San Petersburgo, Rusia, Fisher, Buigues, Suzuki, Alexei Tikhonov y otros colegas, vestidos con trajes blancos de tyvek y máscaras quirúrgicas, comenzaron un maratón: tres días de series de pruebas e intervenciones quirúrgicas a Lyuba. Los científicos utilizaron un taladro eléctrico para tomar una muestra de la joroba de grasa detrás del cuello, buscaron ácaros en las orejas y el pelo, seccionaron su abdomen y sacaron cortes de su intestino para estudiar qué había comido. Por último, al tercer día, Fisher seccionó el rostro de Lyuba y extrajo un colmillo de leche, así como otros cuatro premolares.
En un inicio, los investigadores la mantuvieron congelada rodeándola de tinas de plástico con hielo seco. Más tarde, para facilitar las intervenciones más lesivas, permitieron su lento descongelamiento, vigilando la presencia de signos de putrefacción. Conforme su carne se calentaba, Fisher advirtió un olor anómalo, levemente ácido; lo halló familiar pero no podía precisarlo del todo. También notó que los dientes del mamut no estaban sostenidos en sus alvéolos por el tejido conectivo usual, y que sus músculos se habían separado del hueso en lugares en los que, en un espécimen normal, habrían estado firmemente cementados. “Eso me dejó pasmado por completo –asevera Fisher–. Me preguntaba una y otra vez: ‘¿Qué pasa aquí? ¿Qué significa esto?’. Sin embargo, no había mucho tiempo para la reflexión”.
Las zonas opacas en los rayos X, visibles en la tomografía computarizada, resultaron cristales de vivianita de color azul intenso, formados probablemente por el fosfato que se filtró de sus huesos. Fisher advirtió una mezcla densa de arcilla y arena en su boca y garganta, lo cual apoyaría la hipótesis, formulada a partir de la tomografía, de que se había asfixiado, tal vez con lodo de la ribera. De hecho, el sedimento en la trompa de Lyuba estaba tan compactado que Fisher lo consideró como una posible explicación de la marca en su rostro. Si luchaba frenéticamente por respirar e inhalaba convulsivamente, quizá se creó un vacío parcial en la base de la trompa, aplanando sus tejidos suaves contra la frente.
Para Fisher, las circunstancias de la muerte de Lyuba eran claras (Suzuki propondría más tarde una interpretación distinta, al observar más pruebas de ahogamiento que de asfixia). Al concluir la autopsia, cuando Fisher y sus colegas suturaban el pequeño cuerpo de la mamut, él también tuvo una revelación sobre su olor peculiar.
Al relajarse su mente después del intenso esfuerzo de los últimos tres días, de pronto recordó su experimento con el caballo de tiro y el olor que despedían sus inflados pedazos de carne, encurtidos naturalmente por los lactobacilos, cuando flotaban a la superficie en el bebedero. Lyuba tenía el mismo olor. Por fin tenía sentido su magnífico estado de conservación. Literalmente había sido encurtida después de su muerte, lo que la protegió de la podredumbre una vez que su cuerpo quedó expuesto de nuevo, miles de años después. El ácido láctico producido por los microbios también pudo causar la extraña distorsión ósea y la separación muscular que Fisher había advertido durante la autopsia, y quizá provocó la formación de los cristales de vivianita al liberar fosfato de sus huesos.
De suerte que Lyuba tal vez murió por dar un mal paso dentro o cerca de un río lodoso, y fue conservada para la ciencia por una combinación de casualidad bioquímica y la singular determinación de un pastor nenet. Aunque hay estudios en curso, la mamut también ha comenzado a revelar los secretos de su corta vida, así como algunas pistas sobre la suerte que corrió su especie.
Su estado saludable y bien nutrido fue confirmado por su desarrollo dental, una afirmación gratificante para Fisher de que los registros dentales son un fiel indicador para evaluar la salud con base en la sola dentadura y, por consiguiente, resultan fundamentales para investigar las causas de la extinción de los mamuts. El análisis de su bien conservado ADN ha revelado que pertenecía a una población de Mammuthus primigenius que, poco después, sería reemplazada por otra que emigró a Siberia desde América del Norte. En una escala más íntima, el intestino de Lyuba contenía heces de un mamut adulto, probablemente de su madre, prueba de que las crías de mamut, como sus primos contemporáneos los elefantes, comían las heces de su madre para inocular sus tripas con microbios, en preparación para digerir plantas.
Por último, los premolares y el colmillo de Lyuba revelaron que había nacido a fines de la primavera y que apenas tenía un mes de edad cuando murió. Las últimas capas de su colmillo repetían el esquema que Dan Fisher asocia con una muerte accidental: una serie de días uniformes y prósperos que tienen un final abrupto.
Fuente: http://ngenespanol.com/