Una población que alcanzará los 8 000 millones en 2025 es el factor determinante de una mayor demanda de alimentos.
BANGLADESH Una mujer barre un arrozal cosechado y recoge granos sobrantes para alimentar a su familia. Uno de los mayores consumidores de arroz en el mundo, Bangladesh, necesita más cada año para alimentar a su población. En los últimos dos años, un aumento de casi el doble en los precios –exacerbado por inundaciones y un ciclón que devastó las cosechas en 2007– elevó a 35 millones el total de personas hambrientas en la nación.
Foto de John Stanmeyer
El acto más sencillo y natural de todos. Nos sentamos a la mesa, tomamos un tenedor y probamos un jugoso bocado, sin darnos cuenta de las ramificaciones mundiales que supone volvernos a servir. Las reses vienen de Iowa, alimentadas con maíz de Nebraska. Para los estadounidenses las uvas vienen de Chile, las bananas de Honduras, el aceite de oliva de Sicilia, el jugo de manzana no viene del estado de Washington, sino de China. La sociedad contemporánea nos ha liberado de la carga de cultivar, cosechar, incluso de preparar el pan nuestro de cada día a cambio de sólo pagar por ello. Únicamente hacemos caso cuando los precios suben. Y las consecuencias son profundas.
El año pasado el alza vertiginosa del costo de los alimentos fue una llamada de atención para el planeta. Entre 2005 y el verano de 2008 se triplicó el precio del trigo y el maíz, y se quintuplicó el del arroz, dando lugar a motines a causa de los alimentos en una veintena de países y dejando más de 75 millones de personas expuestas a la pobreza. Sin embargo, a diferencia de las sacudidas anteriores impulsadas por una escasez alimentaria a corto plazo, el alza de precios aconteció en un año en el que los agricultores mundiales obtuvieron máxima histórica en su cosecha de cereales. Más bien, los precios altos eran síntoma de un problema mayor que tira de los hilos de nuestra red alimentaria mundial. Y no desaparecerá en el futuro cercano. En palabras llanas: durante la mayor parte de la década anterior, el mundo ha consumido más alimentos de los que produce. Después de años de reducir las reservas, en 2007 el mundo presenció una caída de los remanentes mundiales a 61 días de consumo mundial, la segunda menor registrada.
“El crecimiento de la productividad agrícola es apenas de 1 a 2 por ciento anual –advirtió en plena crisis Joachim von Braun, director general del Instituto Internacional de Investigaciones sobre Políticas Alimentarias con sede en Washington, D.C.–. Es demasiado bajo para cubrir el crecimiento de la población y el aumento en la demanda”.
Los precios elevados son la señal última de que la demanda sobrepasa a la oferta, de que simplemente no hay alimentos suficientes. Esta agflación, es decir, inflación alimentaria, golpea con mayor fuerza a los miles de millones de personas más pobres del planeta, dado que suelen gastar entre 50 y 70 por ciento de sus ingresos en alimentos. Aunque los precios hayan disminuido con la implosión de la economía mundial, aún se hallan cerca de máximos históricos y permanecen los problemas subyacentes de reservas bajas, población creciente y estabilización en el aumento de los rendimientos. Se prevé que el cambio climático (con temporadas de cultivo más calurosas y mayor escasez de agua) reducirá las cosechas en gran parte del mundo, aumentando el espectro de lo que algunos científicos llaman ahora una crisis alimentaria perpetua.
¿Qué hará entonces un mundo caluroso, lleno de gente y hambriento?
Esa es la pregunta con la que lidian Von Braun y sus colegas del Grupo Consultivo sobre Investigaciones Agrícolas Internacionales. Se trata del grupo de centros de investigación agrícola de renombre mundial que contribuyó a doblar el rendimiento promedio de maíz, arroz y trigo entre mediados de los cincuenta y de los noventa, un logro tan asombroso que fue conocido como la revolución verde. Sin embargo, dado que la población mundial aumenta vertiginosamente y alcanzará los 9 000 millones de personas hacia mediados de siglo, estos expertos aseguran que hace falta repetir el logro y duplicar la producción actual de alimentos hacia 2030.
En otras palabras, necesitamos otra revolución verde. Y en la mitad del tiempo.
Desde que nuestros antepasados abandonaron la caza y la recolección para arar y sembrar hace unos 12 000 años, nuestro número avanza de la mano con nuestra capacidad agrícola. Cada adelanto (la domesticación de animales, el riego, la producción de arroz de regadío) condujo a un salto correspondiente en la población humana. Cada vez que las existencias de alimentos se estancaban, la población se estabilizaba. Antiguos escritores árabes y chinos señalaron los nexos entre población y recursos alimentarios, pero no fue sino hasta fines del siglo XVIII cuando un estudioso británico intentó explicar el mecanismo exacto que relacionaba ambos; y se convirtió, quizá, en el científico social más infamado de la historia.
Thomas Robert Malthus, cuyo nombre diera origen a términos como “catástrofe maltusiana” y “maldición maltusiana,” era un apacible matemático, clérigo y, a decir de sus críticos, el referente supremo del vaso medio vacío. Cuando unos cuantos filósofos de la Ilustración, atolondrados por el éxito de la Revolución Francesa, comenzaron a predecir el mejoramiento continuo e ilimitado de la condición humana, Malthus aplastó sus predicciones. La población humana, observó, aumenta a una tasa geométrica, duplicándose cada 25 años más o menos si no encuentra obstáculos, mientras que la producción agrícola aumenta a una tasa aritmética, con mucha mayor lentitud. Allí yacía una trampa biológica de la cual la humanidad jamás podría escapar.
“La capacidad de crecimiento de la población es infinitamente mayor que la de la tierra para producir alimento para la humanidad –escribió en su Ensayo sobre el principio de la población, en 1798–. Esto implica que la dificultad para conseguir alimento ejercerá sobre la población una fuerte y constante presión restrictiva”. Malthus pensaba que las restricciones podrían ser voluntarias (como el control de la natalidad, la abstinencia o el retraso del matrimonio) o involuntarias (por el azote de la guerra, la hambruna y las enfermedades). Se opuso a la ayuda alimentaria para todos, salvo las personas más pobres, pues sentía que esa ayuda alentaba a que nacieran más niños en la miseria.
La revolución industrial y la siembra de tierras comunales inglesas aumentaron espectacularmente la cantidad de alimento en Inglaterra, barriendo con Malthus y depositándolo en el cesto de basura de la era victoriana. Sin embargo, fue la revolución verde la que volvió al reverendo el hazmerreír de los economistas contemporáneos. Desde 1950 el mundo ha experimentado el mayor crecimiento poblacional de la historia humana. Después de la época de Malthus, se agregaron 6 000 millones de personas a las mesas del planeta. Pero, gracias a mejores métodos de producción de cereales, se alimentó a casi todas estas personas. Por fin nos habíamos desecho por completo de los límites maltusianos.
O eso pensábamos.
La décimo quinta noche del noveno mes del calendario lunar chino, 3 680 aldeanos, casi todos de apellido He, estaban sentados bajo una lona con goteras en la plaza de Yaotian, China, y se apresuraron a degustar una comida de 13 platos. El acontecimiento era un banquete tradicional en honor de los ancianos.
Incluso con la recesión mundial, los tiempos aún son relativamente buenos en la provincia suroriental de Guangdong, donde se sitúa Yaotian en medio de parcelas de estampilla postal y lote tras lote de fábricas nuevas que contribuyen a convertir esta provincia en una de las más prósperas de China. Cuando las épocas son buenas, los chinos comen cerdo. Mucho cerdo. El consumo per cápita en el país más poblado del mundo aumentó 45 % entre 1993 y 2005, de 24 a 34 kilogramos al año.
Un empresario afable, el consultor de la industria porcina Shen Guangrong, recuerda que su padre criaba un cerdo anualmente, que era sacrificado en el año nuevo chino. Era la única carne que comían al año. Los cerdos que criaba el padre de Shen no necesitaban mucha atención, eran variedades resistentes de color blanco y negro que comían casi cualquier cosa: restos de comida, raíces, basura. No sucede lo mismo con los cerdos contemporáneos de China. Después de las mortales protestas realizadas en la Plaza Tiananmen en 1989, que culminaron un año de disturbios políticos exacerbado por los elevados precios de los alimentos, el gobierno comenzó a ofrecer incentivos fiscales a las grandes granjas industriales para satisfacer la demanda creciente. A Shen se le encomendó trabajar en una de las primeras granjas de cerdos en China que forman parte de las Actividades Concentradas de Alimentación de Animales (CAFO, por sus siglas en inglés), en la cercana Shenzhen. Estas factorías, que han proliferado en años recientes, dependen de razas alimentadas con mezclas avanzadas de maíz, harina de soya y suplementos para que crezcan rápidamente.
Esas son buenas noticias para el chino promedio, amante de la carne de cerdo, que, con todo, consume apenas 40 % de la carne que comen los estadounidenses. Sin embargo, esto es preocupante para las existencias mundiales de cereales. Comer carne es una forma increíblemente ineficaz de alimentarnos. Hacen falta cinco veces más cereales para obtener la cantidad equivalente de calorías que se generan al comer cerdo que al sólo comer cereal: 10 veces más si hablamos de las reses de EUA engordadas con cereales. A medida que se destinan más cereales al ganado y a la producción de biocombustibles para autos, el consumo anual mundial de cereales ha aumentado de 815 millones de toneladas métricas en 1960 a 2 160 millones en 2008.
Incluso China, el segundo país productor de maíz del planeta, no puede producir cereal suficiente para alimentar a todos sus cerdos. Casi todo el déficit se compensa con soya importada de Estados Unidos o Brasil, uno de los pocos países que puede ampliar sus tierras de cultivo, a menudo arando el bosque tropical. La creciente demanda de alimentos, piensos y biocombustibles ha sido un factor determinante en la deforestación de los trópicos. Entre 1980 y 2000 más de la mitad de las hectáreas de tierras de cultivo nuevas se obtuvieron de bosques tropicales vírgenes. Brasil aumentó 10 % anual sus hectáreas de soya en la Amazonia entre 1990 y 2005.
Parte de esta soya brasileña podría terminar en los molinos de las Granjas Guangzhou Lizhi, la mayor de las CAFO de la provincia de Guangdong. Algunos expertos prevén que para cuando en China haya más de 1 500 millones de personas, en algún momento de los próximos 20 años, harán falta otros 200 millones de cerdos sólo para mantenerse al paso. Y eso es sólo en China. Se espera que hacia 2050 el consumo mundial de carne se duplique. Eso significa que vamos a necesitar muchos más cereales.
Esta no es la primera vez que el mundo se encuentra al borde de una crisis alimentaria, es sólo la iteración más reciente. A los 83 años, Gurcharan Singh Kalkat ha vivido lo suficiente para recordar una de las peores hambrunas del siglo XX. En 1943 murieron hasta cuatro millones de personas en la “corrección maltusiana” conocida como la hambruna de Bengala. Durante las dos décadas posteriores a esa fecha, India tuvo que importar millones de toneladas de cereales para alimentar a su pueblo.
Luego llegó la revolución verde. A mediados de la década de los sesenta, cuando India luchaba por alimentar a su pueblo después de otra grave sequía, un biogenetista estadounidense llamado Norman Borlaug trabajaba junto con investigadores indios para llevar sus variedades de trigo de alto rendimiento al Punjab. Las nuevas semillas eran un don del cielo, dice Kalkat, en esa época director adjunto de agricultura para el Punjab. En 1970, los agricultores casi habían triplicado su producción con la misma cantidad de trabajo. “Teníamos el gran problema de qué hacer con el excedente –afirma–. Cerramos las escuelas un mes antes para almacenar la cosecha de trigo en los edificios”.
Borlaug nació en Iowa y consideró que su misión era llevar a los lugares pobres de todo el planeta los métodos agrícolas de alto rendimiento que convirtieron la región central de Estados Unidos en el granero del mundo. Sus nuevas variedades de trigo enano, de tallos cortos y robustos que soportaban infrutescencias completas y gordas, fueron un avance sorprendente. Podían producir un cereal distinto a cualquier variedad de trigo antes vista, siempre y cuando hubiera agua abundante, fertilizantes sintéticos y poca competencia de malas hierbas o insectos. Con ese fin, el gobierno de India subsidió canales, fertilizantes y la perforación de pozos entubados para el riego, y dotó a los agricultores de electricidad gratuita para bombear agua. Las nuevas variedades de trigo se difundieron rápidamente por toda Asia, modificando las prácticas agrícolas tradicionales de millones de agricultores; pronto fueron seguidas por nuevas cepas de arroz “milagroso”. Los nuevos cultivos maduraban con mayor rapidez y permitían a los agricultores recoger dos cosechas al año en lugar de una. Hoy día, una cosecha doble de trigo, arroz o algodón es la norma en el Punjab, que, junto con la vecina Haryana, hace poco suministró más de 90 % del trigo que hacía falta a los estados de India con déficit de cereales.
La revolución verde comenzada por Borlaug no tenía nada que ver con la etiqueta verde amable con el ecosistema que está en boga en la actualidad. Dado su empleo de fertilizante sintético y plaguicidas para cuidar enormes campos de un mismo cultivo, práctica conocida como monocultivo, este nuevo método de agricultura industrial era la antítesis de la tendencia orgánica actual. Más bien, William S. Gaud, entonces administrador de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, acuñó la frase en 1968 para describir una alternativa a la revolución roja de Rusia, en la que obreros, soldados y campesinos hambrientos se habían rebelado violentamente en contra del régimen zarista. Más pacífica, la revolución verde fue un éxito tan asombroso que Borlaug obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1970.
En la actualidad, sin embargo, el milagro de la revolución verde ha terminado en el Punjab. En esencia, el aumento en los rendimientos se ha estancado desde mediados de la década de 1990. El riego en exceso ha llevado a un marcado descenso de las capas freáticas, que alimentan ahora 1.3 millones de pozos entubados, al tiempo que se han perdido miles de hectáreas de tierras productivas por la salinización y anegación de los suelos. Cuarenta años de riego intensivo, fertilización y plaguicidas no han sido amables con los limosos campos grises del Punjab. Ni con las personas mismas, en algunos casos.
En la polvorienta aldea agrícola de Bhuttiwala, hogar de unas 6 000 personas en el distrito de Muktsar, el anciano de la aldea Jagsir Singh, de barba larga y turbante azul cobalto, saca cuentas: “Los últimos cuatro años hemos tenido 49 decesos debido al cáncer –señala–. La mayoría eran personas jóvenes. El agua no es buena. Es venenosa, contaminada. Pero las personas la siguen bebiendo”.
Jagdev Singh es un joven de rostro dulce de 14 años cuya columna vertebral se deteriora lentamente. Desde su silla de ruedas mira Bob Esponja doblada al hindi mientras su padre habla acerca de su pronóstico. “Los doctores dicen que no vivirá para ver los 20”, afirma Bhola Singh.
No hay prueba de que estos cánceres fueron causados por plaguicidas. No obstante, investigadores han hallado en el Punjab plaguicidas en la sangre, las capas freáticas, las hortalizas, incluso en la leche materna de sus esposas. De modo que muchas personas toman el tren, que hoy en día recibe el nombre del Expreso del Cáncer, desde la región de Malwa hacia el hospital oncológico de Bikaner. El gobierno está bastante preocupado como para gastar millones en plantas de tratamiento de agua por ósmosis inversa para las aldeas más gravemente afectadas.
Si eso no preocupara lo suficiente, el alto costo de los fertilizantes y plaguicidas ha sumido en deudas a muchos agricultores punjabíes. Un estudio halló más de 1 400 suicidios de agricultores en aldeas entre 1988 y 2006. Algunos grupos sitúan el total para el estado entre 40 000 y 60 000 suicidios durante ese periodo. Muchos bebieron plaguicidas o se colgaron en sus campos.
“La revolución verde sólo nos ha traído la ruina –menciona Jarnail Singh, maestro jubilado de la aldea de Jajjal–. Arruinó nuestro suelo, nuestro medio ambiente, nuestras capas freáticas. Antes teníamos ferias en las aldeas donde las personas se reunían y divertían. Ahora nos congregamos en centros médicos. El gobierno ha sacrificado a la gente del Punjab a cambio de cereales”.
Otros, desde luego, lo ven de manera distinta. Rattan Lal, connotado edafólogo de la Universidad Estatal de Ohio y egresado de la Universidad Agrícola del Punjab en 1963, considera que fue el abuso, no el uso, de las técnicas de la revolución verde lo que causó la mayoría de los problemas. Ello incluye el empleo excesivo de fertilizantes, pesticidas y riego, así como la eliminación de los residuos de los cultivos en los campos, en esencia extrayendo los nutrientes del suelo. “Estoy consciente de los problemas de la calidad del agua y su extracción –afirma Lal–, pero salvó a cientos de millones de personas. Pagamos un precio en agua, pero la opción era dejar morir a la gente”.
En cuanto a la producción, resulta difícil negar los beneficios de la revolución verde. India no ha sufrido una hambruna desde que Borlaug llevó sus semillas al país, mientras que la producción mundial de cereales ha aumentado en más del doble. Algunos científicos atribuyen sólo al aumento en el rendimiento del arroz la existencia de 700 millones de personas más en el planeta.
Muchos científicos especialistas en cultivos y agricultores piensan que la solución de nuestra crisis alimentaria actual está en una segunda revolución verde, basada sobre todo en nuestros nuevos conocimientos sobre genética. Los biogenetistas conocen ahora la secuencia de casi todos los alrededor de 50 000 genes de las plantas de maíz y soya, y están aprovechando ese conocimiento en formas que eran inimaginables hace apenas cuatro o cinco años, dice Robert Fraley, técnico en jefe de la gigante agrícola Monsanto. Él está convencido: la modificación genética, que permite a los biogenetistas mejorar los cultivos con rasgos benéficos obtenidos de otras especies, conducirá a la formación de variedades nuevas con mayor rendimiento, menor necesidad de fertilizantes y mejor tolerancia a la sequía: el Santo Grial de la década anterior. Cree que la biotecnología permitirá que en 2030 se duplique el rendimiento de los cultivos fundamentales de Monsanto: maíz, algodón y soya. “Estamos listos para contemplar quizá el periodo más grandioso de adelantos científicos fundamentales en la historia de la agricultura”.
África es el continente donde nació el Homo sapiens y dados sus suelos desgastados, las lluvias irregulares y la creciente población, bien podría ofrecer un atisbo al futuro de nuestra especie. La revolución verde nunca llegó al continente por numerosos motivos (falta de infraestructura, corrupción, mercados inaccesibles). De hecho, la producción agrícola per cápita disminuyó en el África subsahariana entre 1970 y 2000, mientras que la población aumentó vertiginosamente, dejando un déficit alimentario anual de 10 millones de toneladas. En la actualidad es el hogar de más de un cuarto de las personas más hambrientas del mundo.
Diminuto, sin salida al mar, Malaui, apodado el “corazón ardiente de África” por una esperanzada industria turística, se halla también en el centro del hambre, caso emblemático de los males agrícolas del continente. La mayoría de los malauíes, que habitan uno de los países más pobres y densamente poblados de África, cultivan maíz y a duras penas sobreviven con menos de dos dólares al día. En 2005, las lluvias fallaron otra vez en Malaui y más de un tercio de su población de 13 millones necesitó ayuda alimentaria para sobrevivir. El presidente de Malaui, Bingu wa Mutharika, declaró que no fue elegido para gobernar un país de mendigos.
Tras un fracaso inicial de persuadir al Banco Mundial y otros donantes para que contribuyeran a subsidiar los insumos para la revolución verde, Bingu, como lo conocen en su tierra, decidió gastar 58 millones de dólares de las arcas de su país para poner en manos de los agricultores pobres semillas híbridas y fertilizantes. A la larga, el Banco Mundial se unió al empeño y persuadió a Bingu para que dirigiera el subsidio a los agricultores más pobres. Alrededor de 1.3 millones de familias agrícolas recibieron cupones que les permitían comprar tres kilogramos de semillas de maíz híbridas y dos sacos de 50 kilogramos de fertilizante a un tercio del precio de mercado.
Lo que sucedió después se ha denominado el “Milagro de Malaui”. Buenas semillas y un poco de fertilizante (y el regreso de lluvias abundantes) contribuyeron a que los agricultores obtuvieran excelentes cosechas durante los dos años siguientes (las cosechas del año pasado, sin embargo, disminuyeron un tanto). La cosecha de 2007 se calculó en 3.44 millones de toneladas métricas, un récord nacional. “Pasaron de un déficit de 44 % a un superávit de 18 %, duplicando su producción –afirma Pedro Sánchez, director del Programa de Agricultura Tropical de la Universidad de Columbia, quien asesoró al gobierno de Malaui en el programa–. El año siguiente tuvieron un superávit de 53 % y exportaron maíz a Zimbabue. Fue un cambio espectacular”.
Tan espectacular que, de hecho, ha llevado a una mayor conciencia sobre la importancia de las inversiones agrícolas en la reducción de la pobreza y el hambre en lugares como Malaui. En octubre de 2007, el Banco Mundial emitió un informe de suma importancia, en el que se concluye que el organismo, los donantes internacionales y los gobiernos africanos se han quedado cortos en la ayuda a los agricultores pobres de África, además de haber descuidado las inversiones en agricultura durante los 15 años anteriores. Tras décadas de desalentar las inversiones públicas en agricultura, y de hacer un llamamiento en favor de las soluciones de mercado, que rara vez se materializaron, en los últimos dos años instituciones como el Banco Mundial han cambiado el curso y aportado fondos a la agricultura.
El programa de subsidios de Malaui es parte de un movimiento de mayor envergadura que busca llevar, finalmente, la revolución verde a África. Desde 2006 la Fundación Rockefeller y la Fundación Bill y Melinda Gates han donado casi 500 millones de dólares para financiar la Alianza para una Revolución Verde en África, que se centra principalmente en llevar programas de mejoramiento de plantas a universidades africanas, y fertilizantes suficientes a los campos de los agricultores. Sánchez, junto con el destacado economista y guerrero contra la pobreza Jeffrey Sachs, brinda ejemplos concretos sobre los beneficios de este tipo de inversiones en 80 pequeñas aldeas agrupadas en una decena de “aldeas del milenio”, dispersas en los sitios críticos por el hambre en toda África. Con la ayuda de algunas estrellas de rock y actores famosos, Sánchez y Sachs gastan en cada pequeña aldea 300 000 dólares al año. Esa cantidad representa hasta un tercio por persona del PNB per cápita de Malaui, lo que ha orillado a muchos organismos del ámbito del desarrollo a preguntarse si un programa de estas características puede sostenerse a largo plazo.
Phelire Nkhoma, mujer pequeña, enjuta y fuerte, es la agente de extensión agrícola de una de las dos aldeas del milenio de Malaui, en realidad, son siete aldeas en las que habitan 35 000 personas. Ella describe el programa mientras nos desplazamos en una nueva camioneta de la ONU, desde su oficina en el distrito de Zomba, por campos ennegrecidos por incendios, salpicados por el violeta de los árboles de jacaranda. Los aldeanos reciben gratuitamente semillas y fertilizantes, siempre y cuando donen en la temporada de cosecha tres sacos de maíz a un programa de alimentación escolar. Ellos reciben mosquiteros y medicamentos antipalúdicos. Tienen derecho a una clínica con agentes de salud, un granero para almacenar sus cosechas y pozos de agua potable a no más de un kilómetro de cada unidad familiar.
Estos relatos son una recompensa para Faison Tipoti, el dirigente de la aldea. Él desempeñó un papel decisivo para que llevaran el famoso proyecto a su localidad. “Cuando Jeff Sachs vino y preguntó: ‘¿Qué quieren?’, le respondimos que no queríamos dinero, sino harina, pero que nos diera fertilizante y semillas híbridas, y haremos algo bueno”, relata Tipoti con voz grave. Los aldeanos ya no pasan sus días recorriendo el camino suplicando por comida para alimentar a niños de barrigas hinchadas y enfermos.
Sin embargo, ¿ la respuesta a la crisis alimentaria mundial es en verdad una repetición de la revolución verde, con el tradicional paquete de fertilizantes sintéticos, plaguicidas y riego, supercargada por semillas genotecnológicas? El año pasado, un estudio a gran escala, llamado Evaluación internacional de la ciencia y la tecnología agrícolas para el desarrollo, llegó a la conclusión de que los inmensos aumentos en la producción generados por la ciencia y la tecnología en los últimos 30 años no han logrado mejorar el acceso a los alimentos de la mayoría de las personas pobres del mundo. El estudio, que duró seis años, comenzado por el Banco Mundial y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, y en el que participaron unos 400 expertos agrícolas de todo el mundo, hizo un llamamiento para un cambio de paradigma en la agricultura, hacia prácticas más sostenibles y respetuosas con el medio ambiente que beneficiarían a los 900 millones de pequeños agricultores del mundo, no sólo a la agroindustria.
El legado de suelos corrompidos y acuíferos agotados de la revolución verde es una de las razones por las cuales deben buscarse nuevas estrategias. Otra razón es aquello que el autor y profesor de la Universidad de California en Berkeley, Michael Pollan, llama el tendón de Aquiles de los actuales métodos de la revolución verde: una dependencia de los combustibles fósiles. El gas natural, por ejemplo, es una materia prima de los fertilizantes nitrogenados.
Hasta ahora, los descubrimientos genéticos que liberarían los cultivos de la revolución verde de su gran dependencia en el riego y los fertilizantes han sido escurridizos. Fraley predice que su empresa tendrá hacia 2012 maíz tolerante a sequías en el mercado de Estados Unidos. Sin embargo, el rendimiento prometido durante los años de sequía sólo es entre 6 y 10 por ciento mayor que el de los cultivos normales golpeados por la sequía. Así, ha comenzado un cambio orientado hacia proyectos pequeños e insuficientemente financiados, dispersos en toda África y Asia. Algunos llaman a esto agroecología; otros, agricultura sostenible, pero la idea subyacente es revolucionaria: debemos dejar de concentrarnos en sólo maximizar el rendimiento de los cereales a cualquier costo y considerar las repercusiones que tiene la producción de alimentos tanto en el medio ambiente como en la sociedad. Vandana Shiva, física nuclear convertida en agroecologista, es la crítica más acérrima de la revolución verde de India. “La denomino como los monocultivos de la mente –dice–. Sólo se fijan en los rendimientos del trigo y el arroz, pero en general la canasta de alimentos está disminuyendo. Antes de la revolución verde había en el Punjab 250 tipos de cultivos”. Su investigación ha demostrado que el empleo de composta en lugar de fertilizantes derivados del gas natural aumenta la presencia de materia orgánica en el suelo, capturando carbono y reteniendo humedad, dos ventajas fundamentales para los agricultores que afrontan el cambio climático. “Si hablamos de resolver la crisis alimentaria, estos son los métodos que hacen falta”, agrega Shiva.
En la región septentrional de Malaui un proyecto está obteniendo muchos de los resultados del proyecto de las aldeas del milenio, a una fracción del costo. El proyecto Soils, Food and Healthy Communities (SFHC) distribuye semillas de leguminosas, recetas y consejos técnicos para cultivar productos nutritivos como maní, guandú y soya, que enriquecen el suelo al fijar el nitrógeno, al tiempo que enriquecen también la alimentación de los niños. El programa comenzó en el año 2000 en el hospital de Ekwendeni, donde el personal observaba altas tasas de malnutrición.
Una investigación sugería que el culpable era el monocultivo de maíz, que había dejado a los pequeños agricultores con rendimientos pequeños debido a suelos agotados y el elevado precio del fertilizante.
En la pequeña aldea de Encongolweni, un grupo de veinte agricultores del SFHC nos da la bienvenida con una canción sobre los platillos que elaboran con soya y guandú. Tomamos asiento en la casa donde se reúnen, como si estuviéramos en una tienda de antaño, mientras ellos testimonian cómo la siembra de leguminosas les ha cambiado la vida. El relato de Ackim Mhone es típico. Al incorporar leguminosas en la rotación, duplicó el rendimiento del maíz en su pequeña parcela, al tiempo que redujo el uso de fertilizante a la mitad. “Eso fue suficiente para cambiar la vida de mi familia”, refiere, además de permitirle mejorar su casa y comprar ganado. Investigadores canadienses descubrieron que, después de ocho años, los niños de más de 7 000 familias que participan en el proyecto mostraron un considerable aumento de peso, lo cual apoya el argumento de que en Malaui la salud del suelo y la de la comunidad están relacionadas.
Precisamente por ello, la coordinadora de investigación del proyecto, Rachel Bezner Kerr, está alarmada por que las fundaciones de grandes recursos monetarios aboguen insistentemente por una nueva revolución verde en África. “Lo encuentro sumamente perturbador –menciona–. Está estimulando a los agricultores a basarse en insumos caros producidos lejos, que reportan ganancias para las grandes empresas en lugar de métodos agroecológicos para aprovechar los recursos y capacidades locales. No creo que esa sea la solución”.
Sin importar qué modelo prevalezca, el desafío de llevar alimentos suficientes a 9 000 millones de bocas en 2050 resulta abrumador. Dos mil millones de personas viven en las partes más áridas del planeta, y se prevé que el cambio climático cause una disminución radical ulterior de los rendimientos en estas regiones. No importa cuán grande sea el rendimiento potencial, las plantas siguen necesitando agua para crecer. Además, en un futuro no muy distante, cada año podría haber sequía en gran parte del planeta.
Nuevos estudios climáticos demuestran la gran posibilidad de que las ondas de calor extremo, como la que marchitó cultivos y mató a miles de personas en Europa occidental en 2003, se vuelvan comunes en los trópicos y en las regiones subtropicales a finales del siglo. Los glaciares de los Himalayas, que en la actualidad dotan de agua a cientos de millones de personas, ganado y tierras agrícolas de China e India, se están derritiendo rápidamente, y podrían desaparecer por completo hacia 2035. Todo este tiempo sigue avanzando el reloj de la población, con el nacimiento de 2.5 bocas más que alimentar cada segundo. Eso da un total de 4 500 bocas más en el tiempo que le llevará a usted leer este artículo.
Lo que nos regresa, de manera inevitable, a Malthus.
Un día fresco de otoño que ha llenado de color las mejillas de los londinenses, visito la Biblioteca Británica y reviso la primera edición del libro que aún ocasiona tan acalorados debates. El Ensayo sobre el principio de la población de Malthus parece un manual básico de ciencias de octavo grado. De su prosa vigorosa y transparente, surge la voz de un humilde párroco en espera, más que nada, de que le demostraran que estaba equivocado.
“Las personas que afirman que Malthus está equivocado, por lo general no lo han leído –señala Tim Dyson, profesor de estudios demográficos de la London School of Economics–. No tenía una opinión muy distinta de la de Adam Smith en el primer volumen de La riqueza de las naciones. Nadie en su sano juicio duda de la noción de que las poblaciones tienen que vivir dentro de los límites de su base de recursos. Ni de que la capacidad de una sociedad para aumentar sus recursos a partir de esa base es en última instancia limitada”.
Aunque sus ensayos recalcaban los “frenos positivos” a la población fijados por las hambrunas, las enfermedades y la guerras, sus “frenos preventivos” quizá hayan sido más importantes. Una creciente fuerza laboral, explicaba Malthus, reduce los salarios, lo cual tiende a causar que las personas aplacen su matrimonio hasta que puedan sostener mejor una familia. El aplazamiento del matrimonio reduce las tasas de fecundidad, lo cual crea un freno igualmente fuerte para las poblaciones. Hoy día se ha demostrado que este es el mecanismo básico que reguló el crecimiento de la población en Europa occidental durante unos 300 años antes de la revolución industrial.
Pero cuando Gran Bretaña emitió hace poco un nuevo billete de 20 libras, puso en el dorso a Adam Smith, no a T. R. Malthus. No se ajusta a los valores del momento. No queremos pensar en límites. Sin embargo, a medida que nos acercamos a los 9 000 millones de personas en el planeta, hacemos caso omiso de estos límites bajo nuestro propio riesgo.
Ninguno de los grandes economistas clásicos vio venir la revolución industrial, ni la transformación de las economías y la agricultura que traería aparejada. La energía barata y en extremo disponible contenida en el carbón (y después en los combustibles fósiles) desencadenó el mayor aumento en la cantidad de alimentos, riqueza personal y número de personas jamás visto en el mundo, permitiendo que la población de la Tierra aumentara siete veces desde la época de Malthus. Y, sin embargo, el hambre, la hambruna y la desnutrición siguen con nosotros, justo como Malthus dijo que estarían.
“Hace años trabajé con un demógrafo chino –menciona Dyson–. Un día me señaló dos caracteres chinos que estaban sobre la puerta de su oficina y que juntos significan ‘población’. Eran el caracter que significa persona y el caracter que significa boca abierta. Realmente quedé impresionado. En última instancia, debe haber un equilibrio entre la población y los recursos. Y esta noción de que podemos seguir creciendo eternamente, es ridícula”.
Quizá en algún lugar profundo de su cripta en la abadía de Bath, Malthus está haciendo tranquilamente un gesto admonitorio con el dedo y expresando: “Se los dije”.
Fuente: http://ngenespanol.com/junio2009/